¿Quién en su sano juicio se atreve a hacer una nueva adaptación de Pedro Páramo? La novela mítica de Juan Rulfo siempre ha sido un reto para el cine. En 1967, el español Carlos Velo intentó llevarla a pantalla por primera vez. El gobierno financió la producción y se reunieron actores de la talla de Pilar Pellicer (Susana San Juan), Ignacio López Tarso (Fulgor Sedano), Eric del Castillo, Narciso Busquets y Alfonso Arau. La fotografía estuvo a cargo del mítico Gabriel Figueroa y la edición de la no menos magistral Gloria Schoemann. La película, incluso, se llegó a estrenar en el festival de Cannes. La gente se salió a raudales de la sala. Fue un fracaso terrible. López Tarso llegó a decir que, de no haber estado tan a la vista, todo el elenco se hubiera ido a llorar al hotel después de la presentación.
La película tenía aspectos interesantes, pero la complejidad de la trama fue demasiada para un director que nunca había hecho una película en solitario. Velo, después, haría grandes clásicos de comedia mucho más accesibles como 5 de chocolate y 1 de fresa con Angélica María. Después de su derrota, cada cierto tiempo, algún valiente intentó otra adaptación. En 1978, José Bolaños se lanzó al vacío. La película tenía decoraciones y vestuarios abigarrados, toda la trama se situaba en el escenario opresivo de viejas haciendas, casi todo fue filmado en interiores. Esta versión es aún más decepcionante que la de Velo. En el 81, Salvador Sánchez lo intentó de nuevo, esta vez con el gran actor mexicano, cercano al grupo Pánico, Claudio Brook. Esta adaptación, prácticamente desaparecida, no dejó muchos ecos.
¿Por qué es tan complicado adaptar la obra maestra de Rulfo? La pregunta es difícil. Tal vez sea la cercanía con tantos avatares del nacionalismo mexicano: los caciques y las haciendas, los muertos que regresan, el machismo, la revolución y los cristeros, los curas vengativos y las fiestas de almas en pena. Estos hitos tan reconocibles de nuestra cultura se trasladan mal al cine: la única revolución posible en la pantalla grande parece haber sido agotada por el Indio Fernández. Tal vez es tan difícil adaptar esta novela por los ambientes únicos que convoca Rulfo. Sus espacios son atmosféricos, densos, llenos de ruidos y sensaciones, difíciles de trasladar a un medio visual que no puede usar la misma textura de las palabras. Tal vez respetamos demasiado la novela. Hay algo de sacrílego en siquiera intentar trasladarla a otro medio. En el respeto, sin mucho riesgo, las adaptaciones acaban siendo disculpas de antemano.
La nueva adaptación de Rulfo se avienta con fe a lo inesperado. La película, por momentos demasiado literal, es un valiente intento que desborda talentos y presupuestos. ¿Basta intentarlo? ¿Basta la valentía? ¿Es la mejor película hecha de Pedro Páramo o continúa la maldición de las adaptaciones? Eso lo decidirá cada quien cuando la vea en Netflix, donde ya está disponible desde el 6 de noviembre.
¿Quién fue el valiente y por qué lo hizo? Rodrigo Prieto, el gran fotógrafo mexicano de Scorsese, la hizo porque… básicamente, porque podía. Netflix le dio un presupuesto jugoso, libertad creativa y carta libre. Además, el guión ya estaba ahí. Mateo Gil, el famoso guionista de Amenábar que, 15 años atrás, había tratado de adaptar la obra sin éxito, lo tenía guardado en el cajón. El escritor español hace un trabajo sólido para traducir, sin caer en las voces en off banales, la complejidad temporal de la novela y el habla desencantada y profunda de Rulfo. Gustavo Santaolalla hace la música; Eugenio Caballero, viejo conocido de superproducciones mexicanas, el diseño de producción y el gran historiador Ricardo Pérez Monfort sirve como asesor. El elenco es vasto: Ilse Salas hace una Susana San Juan increíblemente seductora, Manuel García Rulfo logra un sorprendente Pedro Páramo (tal vez la mejor encarnación a la fecha), Noé Hernández es un gran eco de venganza y pasividad en Abundio, Mayra Batalla representa a una estoica Damiana, y Dolores Heredia es el Caronte de los rumbos de Comala, Doña Eduviges.